NUESTRA JULIA
Raquel Piña
Cuando elegimos un término, nuestra intención es nombrar o calificar de algún modo aquello que antes nombramos. Con la palabra mejor, manifestamos siempre un sentimiento hacia lo que nos gusta o queremos más. En el caso de las personas nos referimos a un padre, a una madre, a un hermano, a una hermana, a un amigo, a un compañero, a un jefe a pesar de la mala fama que les ha dado la letra escrita.
Julia fue un poco de todo esto en los treinta y ocho años que estuvo con nosotros: Fue la mejor de las madres para mis hijos, fue una hermana para mi hermana, fue una hija amorosa cuando cuidó a mi mamá, ya viejita, fue la amiga de los momentos difíciles y una compañera de oro en los otros por su jovialidad, su disposición para ayudar a cualquiera, su sabiduría innata para detectar lo que convenía o lo que no convenía a esta familia de la cual formaba una parte tan importante.
Sin Julia yo no hubiera podido ejercer la profesión docente, a la que me dediqué de alma porque ella estaba allí, y sin haber hecho ningún estudio especial, con sólo el empuje de su gran amor, se convirtió en una gran rehabilitadora para Rodolfo, que pese a lo poco que pudo desarrollar el lenguaje hablado la llamaba por su nombre, de la misma manera que aprendió a decir mamá o papá.
Era experta en convocar a los amigos de mis hijos a casa porque disfrutaba de su compañía, y cuando ya adolescentes se reunían en interminables mateadas, ella estaba allí, mate en mano y mechando las conversaciones con algunos dichos que eran simplemente geniales y que la habían hecho famosa en el círculo de compañeros de los chicos.
Durante las más de tres décadas que compartimos sostuvo con mi marido, que no se quedaba atrás en ser sutil y gracioso, un juego diariamente repetido de chanzas y “peleas” que a veces eran absolutamente demenciales y que nos divertían a todos.
Se convirtió en abuela cuando yo me convertí en abuela, y sus nietos del corazón recibieron de su parte mucho más amor y dedicación que si se tratara de un pariente biológico.
¡Cuántas noches, desvelada por alguna causa, me pregunté qué haría yo sin Julia!. La vida se encargó de darme la respuesta, porque hace ocho años largos que se murió, sin dar trabajo, sin una queja, pensando en los demás en los pocos días que estuvo enferma. Entonces descubrimos que además de todas sus virtudes había sido una coqueta que se quitaba la edad y que cerraba el capítulo de su existencia con unos jóvenes ochenta y tantos…
En ese punto comenzaron a tener vigencia los recuerdos, y cada vez que nos ponemos a hacer racontos, a los que somos muy proclives, la vemos sentada en el sillón del living con Rodolfito, con un eterno tejido en la mano y mirando la telenovela que los dos seguían con apasionamiento.
Decir gracias no alcanza porque todavía le queda mucho por hacer en el camino de sus chicos que ya son adultos, algunos con sus propios nietos.
Le queda recordarnos que siempre está el sentimiento por delante de la razón, que no está mal ni es ser esclavo tener esa enorme vocación de servir que ella exhibió con una naturalidad asombrosa y porque en este momento tan egoísta del mundo, hacen falta muchas Julias que les marquen el rumbo a los sabios tecnócratas que nos están arruinando la vida.