miércoles, 16 de marzo de 2011

Una vez soñé...

Una vez, cuando era muy pequeña, soñé que todo el mundo era feliz, porque yo lo era.
Cuando ya era una adolescente observadora y curiosa, soñé que había muchas personas en el mundo que no conocían la felicidad.
Me convertí en adulta, tuve hijos, y entonces soñé que todos ellos eran muy felices.
El tiempo pasó y  soñé que la vida había hecho con mis hijos lo que hace con todos los demás. Dar y quitar, acariciar y zarandear.
Ahora, que ya soy vieja y a pesar de mis años sigo acumulando experiencias y haciendo correcciones, sueño cada noche que la vida les enseña a mis nietos a vivir.
He descubierto, un poco tarde, que de eso se tratan los sueños. 
Principio del formulario
Feliz cumpleaños papá. Eso nos enseñaste vos. Que los sueños se llevan la vida porque son como el burro con la zanahoria. Nos obligan a andar.
Final del formulario

domingo, 13 de marzo de 2011

Para siempre

¿Qué puedo decirles hoy a mis hijos, a mis nietos y a mis bisnietos?
Podría simplificar las cosas acudiendo a lugares comunes como: Son la luz de mis ojos, son lo más importante para mí. Todo esto, a pesar de repetido mil veces, es verdad, pero no termina de definir lo que ellos son realmente desde mi condición de madre, abuela y bisabuela.
Los hijos y los nietos en sus distintos niveles, representan para mí la continuidad de la vida, la permanencia asegurada del amor sin condiciones, el rastro que dejamos en la tierra de generación en generación.
Pero atención y cuidado. Nuestra imagen recordada va a ser ni más ni menos que la que nosotros, los padres y abuelos, hemos podido construir ofreciéndoles a ellos las manos abiertas, no por compromiso sino por entrega total, y en esa entrega va implícita la difícil tarea de educarlos para el futuro, no con conocimientos académicos ni preparación pedagógica o psicológica, que eso queda para los profesionales en cuestión, sino con el ejemplo simple de lo cotidiano, que seguramente estará lleno de errores, de omisiones, de momentos  plácidos y otros más duros, porque esa es la labor de los adultos.
Un árbol genealógico llevado al infinito, allá arriba, en la copa, nos va a emparentar a todos, la humanidad está entretejida con los hilos sutiles de millones y millones de voluntades que se fueron uniendo a partir de una pequeña y grandiosa sociedad: la familia.
Todos hemos sido hijos, todos somos o seremos padres y abuelos o tuvimos o tendremos la oportunidad de ejercer esos papeles, no a través de los lazos de sangre sino con los lazos fuertes del amor generoso.
Cuidado y atentos. También está Caín arriba de la escalera.

sábado, 12 de marzo de 2011

Nuestra Julia

NUESTRA JULIA
Raquel Piña
Cuando elegimos un término, nuestra intención es nombrar o calificar de algún modo aquello que antes nombramos. Con la palabra mejor, manifestamos siempre un sentimiento hacia lo que nos gusta o queremos más. En el caso de las personas nos referimos a un padre, a una madre, a un hermano, a una hermana, a un amigo, a un compañero, a un jefe a pesar de la mala fama que les ha dado la letra escrita.
Julia fue un poco de todo esto en los treinta y ocho años que estuvo con nosotros: Fue la mejor de las madres para mis hijos, fue una hermana para mi hermana, fue una hija amorosa cuando cuidó a mi mamá, ya viejita, fue la amiga de los momentos difíciles y una compañera de oro en los otros por su jovialidad, su disposición para ayudar a cualquiera, su sabiduría innata para detectar lo que convenía o lo que no convenía a esta familia de la cual formaba una parte tan importante.
Sin Julia yo no hubiera podido ejercer la profesión docente, a la que me dediqué de alma porque ella estaba allí, y sin haber hecho ningún estudio especial, con sólo el empuje de su gran amor, se convirtió en una gran rehabilitadora para Rodolfo, que pese a lo poco que pudo desarrollar el lenguaje hablado la llamaba por su nombre, de la misma manera que aprendió a decir mamá o papá.
Era experta en convocar a los amigos de mis hijos a casa porque disfrutaba de su compañía, y cuando ya adolescentes se reunían en interminables mateadas, ella estaba allí, mate en mano y mechando las conversaciones con algunos dichos que eran simplemente geniales y que la habían hecho famosa en el círculo de compañeros de los chicos.
Durante las más de tres décadas que compartimos sostuvo con mi marido, que no se quedaba atrás en ser sutil y gracioso, un juego diariamente repetido de chanzas y “peleas” que a veces eran absolutamente demenciales y que nos divertían a todos.
Se convirtió en abuela cuando yo me convertí en abuela,  y sus nietos del corazón recibieron de su parte mucho más amor y dedicación que si se tratara de un pariente biológico.
¡Cuántas noches, desvelada por alguna causa, me pregunté qué haría yo sin Julia!. La vida se encargó de darme la respuesta, porque hace ocho años largos que se murió, sin dar trabajo, sin una queja, pensando en los demás en los pocos días que estuvo enferma. Entonces descubrimos que además de todas sus virtudes  había sido una coqueta que se quitaba la edad y que cerraba el capítulo de su existencia con unos jóvenes ochenta y tantos…
En ese punto comenzaron a tener vigencia los recuerdos, y cada vez que nos ponemos a hacer racontos, a los que somos muy proclives, la vemos sentada en el sillón del living con Rodolfito, con un eterno tejido en la mano y mirando la telenovela que los dos seguían con apasionamiento.
Decir gracias no alcanza porque todavía le queda mucho por hacer en el camino de sus chicos que ya son adultos, algunos con sus propios nietos.
Le queda recordarnos que siempre está el sentimiento por delante de la razón, que no está mal ni es ser esclavo tener esa enorme vocación de servir que ella exhibió con una naturalidad asombrosa  y porque en este momento tan egoísta del mundo, hacen falta muchas Julias que les marquen el rumbo a los sabios tecnócratas que nos están arruinando la vida.

Somos familia

SOMOS FAMILIA
Raquel Piña
Como en cualquier familia que se precie de ser “normal y ordinaria”, mi hermana y yo estábamos categorizadas por nuestro parecido con mamá o con papá, y a pesar de mi pelo rubio y mis ojos claros, heredados de la línea paterna, la que en realidad se parecía a mi padre era mi hermana, sin embargo morocha y de ojos negros como mi madre, una persona que recuerdo bellísima en mi memoria infantil y adolescente.
Ella no era sólo hermosa por fuera, alta, elegante, de rasgos perfectos. Era además inteligente, culta y armada con tanta información sobre el mundo y la vida, que nuestra casa era la segunda edición de la escuela, donde adquirimos la parte más sustancial de nuestra formación académica.
Mamá nos enseñó que más allá de los cambios de enfoque que podemos darle a las cosas, a lo que no se puede renunciar es a los principios que orientan nuestras acciones, y esa fuerza para encarar las cosas y seguir adelante en las más adversas condiciones, haciendo frente o alejándonos de lo que ya no reputamos bueno, lo aprendimos en las largas charlas de sobremesa, cuando no había televisores ni Internet de por medio.
Papá nos dejó su honestidad irrenunciable, su enorme capacidad de trabajo, su delicada y graciosa forma de ser, su enorme generosidad,  y los dos juntos nos legaron el mayor tesoro que alguien puede dejar a sus hijos: la fortaleza de la familia basada en el amor sin medida.
Hoy no quedo más que yo, y a pesar de esas terribles ausencias, me encuentro con los tres en gestos que repito, que me los recuerdan, y con el paso de los años he recuperado a mi madre en sus manos que reconozco en las mías, en la forma de las uñas, en el dedo un poco ladeado y un tanto acusador que suelo usar como arma para enfatizar algún reclamo, en las heridas del trabajo casero, en el que mi madre era experta.
Entonces siento profundamente que mi familia original está conmigo porque siempre fuimos una unidad inseparable, y lo único que le pido a Dios es que mis hijos puedan un día hacer una reflexión similar.



Mi hermana

MI HERMANA
                                                                                                 Raquel Piña
Más allá de los logros personales que configuran la identidad de cada uno, como parte de una familia, aspiramos al bienestar de todos sus componentes.
Miente quien dice que aferrarse a los lazos familiares, paternales y filiales en todas sus formas, ahoga y no deja “levantar cabeza”.
En esa pequeña sociedad aprendemos lo que nos depara el campo más amplio del trabajo, de la lucha por la vida.
Como padres, sentimos el peso de la responsabilidad si es que nuestro amor es verdadero. Como hijos, sabemos del agradecimiento y aprendemos a valorar el esfuerzo del día a día de nuestros padres. Como hermanos, vivimos  una suerte de juego de rivalidades, amor y crecimiento compartidos y vemos el horizonte del futuro más claro en la confrontación y la discusión,  que  sólo llega hasta donde el amor la deja llegar.
La vida me ha quitado la mitad de mí misma. La muerte de mi hermana, que me cuesta reconocer, me ha dejado desnuda entre la nieve, sin el calor de los encuentros de rutina, sin la alegría de la voz conocida y reconocida, sin la posibilidad de descolgar el teléfono para contarle “…¿Sabés que…….”, segura que del otro lado hay un interlocutor atento, un amigo, un compañero, un consuelo o un partícipe de aquel buen momento que a lo mejor no contamos a nadie más.
Nada vale el valor de un hermano. Ni la fortuna que suele ser muy esquiva, ni la fama que puede convertirse en una trampa, ni la ambición que dura poco y lastima mucho.
Como si todo esto fuera poco, mi hermana y yo tuvimos el privilegio de encontrarnos en la senda de la vocación. Y allí nunca valieron discusiones, siempre estuvimos de acuerdo.
Con el apasionamiento de un Beethoven posmoderno, Helena defendía a sus alumnos a capa y espada porque sabía hilar fino en sus diferencias y en sus posibilidades, y aunque su materia era Matemática, lo que sustentó su labor fue en realidad una filosofía de vida, que pisaba fuerte sobre valores fundamentales que lamentablemente se están perdiendo en el shopping de la educación actual. Ella no era una profesora de matemáticas, era una guía de almas, un ejemplo y un bastión de la honestidad, la tenacidad, la generosidad y la fe.
No se precisa de gestos exteriores traducidos en jornadas de valores, se necesita el accionar diario dirigido a metas valiosas que se cumplan en las pequeñas cosas, en el afecto que se puede hacer llegar a  un ser inmaduro y triste.
Lo demás no deja de ser anecdótico, olvidable, todo lo opuesto a lo que va a ser Helena de ahora en adelante: Un recuerdo que seguirá enseñando a generaciones y generaciones. Lástima que estos homenajes siempre sean póstumos.
Dios se lleva a los mejores.

Juan

JUAN
Raquel Piña

Negro, Palito, para sus amigos. Juan, Juancito, mi compañero de cuarenta y ocho años de matrimonio  para mí y Papi para nuestros cinco hijos que él amó tanto a su manera, como parte de sus múltiples contradicciones.
Su muerte nos sorprendió a todos, porque pese a que sabíamos que estaba muy enfermo, él era una persona con verdadera vocación de inmortalidad, para lo cual como una paradoja, no hacía absolutamente nada que pusiera los tantos a su favor.
Vivimos la clase de amor de todos los días, con las discusiones de rigor porque la realidad es así, y a nosotros se ocupó de enfrentarnos a grandes problemas que exigieron, además de soluciones drásticas, una enorme capacidad de aguante, o como se dice actualmente, fuimos “resilientes”, porque seguimos avanzando juntos aceptando lo que no podíamos cambiar y disfrutando de las pequeñas cosas, que en definitiva componen una existencia que valga la pena.
Su madurez era tan desconcertante como el resto de sus cualidades. Tan pronto era el hijo que había que proteger, como la pared fuerte en la que uno podía apoyarse y descansar.
Nada más lejos de Juancito que el aburrimiento. Todo alrededor de él giraba como una ruleta rusa, pero en esos giros alocados también giraba su afecto incondicional y su permanente buen humor, lo que hacía que cuando “papá se enojaba”, los hijos lo tomaran muy en serio.
Fue mi primeo y único hombre y no concibo mi vida sin él, porque todavía está aquí, acompañándome en los malos momentos y divirtiéndose conmigo cuando los días se presentan claros.
Su recuerdo alcanza y sobra para llenar el tiempo que me queda.



Carta a papá

CARTA A PAPÁ
He demorado mucho en escribirte,
Es que ¿sabés?
Me resultaban chicos el tiempo y el espacio
A tu recuerdo
Una presencia enorme pero leve
Que no pesa ni oprime porque es aire y es luz
Amanecer de cada día
Y encendido de estrellas cada noche
La mano que se extiende en la caricia
Y el corazón que sangra en un reproche.
No papá, no te lloro
No se lloran las cosas buenas que nos da la vida
Por eso en la posdata
Mi infaltable final de olvidadiza
Voy a dejarte, como siempre, un beso
Y mi mejor sonrisa