sábado, 12 de marzo de 2011

Juan

JUAN
Raquel Piña

Negro, Palito, para sus amigos. Juan, Juancito, mi compañero de cuarenta y ocho años de matrimonio  para mí y Papi para nuestros cinco hijos que él amó tanto a su manera, como parte de sus múltiples contradicciones.
Su muerte nos sorprendió a todos, porque pese a que sabíamos que estaba muy enfermo, él era una persona con verdadera vocación de inmortalidad, para lo cual como una paradoja, no hacía absolutamente nada que pusiera los tantos a su favor.
Vivimos la clase de amor de todos los días, con las discusiones de rigor porque la realidad es así, y a nosotros se ocupó de enfrentarnos a grandes problemas que exigieron, además de soluciones drásticas, una enorme capacidad de aguante, o como se dice actualmente, fuimos “resilientes”, porque seguimos avanzando juntos aceptando lo que no podíamos cambiar y disfrutando de las pequeñas cosas, que en definitiva componen una existencia que valga la pena.
Su madurez era tan desconcertante como el resto de sus cualidades. Tan pronto era el hijo que había que proteger, como la pared fuerte en la que uno podía apoyarse y descansar.
Nada más lejos de Juancito que el aburrimiento. Todo alrededor de él giraba como una ruleta rusa, pero en esos giros alocados también giraba su afecto incondicional y su permanente buen humor, lo que hacía que cuando “papá se enojaba”, los hijos lo tomaran muy en serio.
Fue mi primeo y único hombre y no concibo mi vida sin él, porque todavía está aquí, acompañándome en los malos momentos y divirtiéndose conmigo cuando los días se presentan claros.
Su recuerdo alcanza y sobra para llenar el tiempo que me queda.



1 comentario:

  1. Y no se equivocaba mamá, todos los que amamos son inmortales en el recuerdo de alguien.

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